El trabajo de campo etnográfico Resignificante del quehacer de la geografía humana

Revista Geofacies
21 min readMar 26, 2021

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Lic. Anthony Sibaja S.

Escuela de Geografía, Universidad de Costa Rica

La práctica etnográfica como aproximación antropológica por excelencia para obtener información que ayuda en la comprensión de las formas en que los sujetos dan sentido a su mundo, requiere desde sus inicios de un registro escrito en el que la persona investigadora da cuenta de las relaciones y experiencias construidas en campo. De modo que, además de un documento de trascendencia investigativa por los contenidos acerca del grupo social en estudio, el registro etnográfico en sí mismo puede –y dentro de la lógica de la reflexividad debe- ser objeto de análisis, en tanto es fuente de las formas en las que se ha construido el dato cualitativo y el conocimiento etnográfico.

Al respecto, se considerará en este escrito una experiencia de campo particular, relacionada con el objeto de estudio de un proyecto de investigación particular, referido a las formas pasadas y presentes en las que individuos han transformado y se han apropiado del paisaje natural del valle de Turrialba, para dar con la construcción de un paisaje cultural ferroviario.

Dentro del proceso estructurado que implica un diseño de investigación, en el cual se requiere la entrega de un proyecto (muchas veces previo a la inmersión en campo) pretendí inicialmente buscar el entendimiento del paisaje cultural en las memorias de personas que hayan trabajado en la última etapa activa del ferrocarril al Atlántico costarricense. Sin embargo, las experiencias en campo — de las que aquí resaltaré uno de los primeros y más intensos momentos que he tenido en Turrialba-, me han dado materia para repensar mi objeto de estudio, sobre todo en las formas en que podría aproximarme a él, dejando de pensar exclusivamente en un grupo de informantes tan reducido, siendo los extrabajadores del ferrocarril solamente una parte de los gestores del actual paisaje cultural.

Aquí en primer lugar se reflexionará acerca de una experiencia en campo que, como se discutirá, reestructura el pensamiento de la persona investigadora respecto del tema que haya emprendido. En segundo lugar, la experiencia etnográfica misma contribuyó a repensar el quehacer geográfico y antropológico, como ejercicios no sólo teóricos sino también empíricos, enmarcados en disciplinas con objetos de estudio y metodologías en constante construcción, no como cosas dadas, hechas, prefiguradas desde un inicio. En fin, esta reflexión escrita con base en un registro etnográfico particular busca evidenciar al trabajo de campo como resignificante de los métodos y de la investigación geográfica misma, cuando esta se avoca a la comprensión de las realidades construidas por sujetos, a partir de un diseño de investigación que incluye metodologías cualitativas, y sobre todo, un registro etnográfico.

Qué, cómo, y por qué etnografía

¿Qué?, ¿qué pretendo comprender y presentar como proyecto de acción social/investigación? Siendo el paisaje cultural mi interés investigativo, planteé iniciar su comprensión a partir de una “etnografía del paisaje”, dado que éste es un constructo social, en el que los individuos interactúan de formas particulares con el entorno natural que habitan, dando como resultado diferentes configuraciones paisajísticas; esto condujo al ¿cómo? La etnografía puede dar cuenta de los significados que grupos sociales asignan a los elementos del paisaje natural, y a las construcciones culturales que han quedado ancladas sobre él: las vivencias, los recuerdos, la interacción con el paisaje en la cotidianidad del pasado y del presente, las formas de apropiación; ¿cómo aproximarse a tales procesos, si no es a partir de las explicaciones que las palabras y acciones de los sujetos dan lugar? Al inicio podemos ser muy ingenuos, creyendo que estamos al tanto de “nuestro” objeto de estudio¹.

Etnografía, ¿por qué abordar tal problema de investigación de esta forma? Emprendí un proceso etnográfico que aún es inconcluso, puesto que aquí presento una etapa inicial, con el fin de entrever qué dicen, qué hacen, y qué creen decir y hacer las personas respecto del paisaje cultural ferroviario, con un énfasis en las memorias acerca del paisaje. Como he dicho, éste fue el motivo inicial, pero con el transcurso de la inser la inserción en el trabajo de campo etnográfico, las cuestiones planteadas van mutando.

Con base en el registro etnográfico relativo al tema de investigación comentado, se persigue con este escrito: 1) analizar el trabajo de campo en el quehacer geográfico y antropológico, como un medio de constante reelaboración metodológica y ontológica; y 2) reflexionar acerca de la labor etnográfica como un proceso que resignifica nuestros temas de investigación.

Se busca aquí problematizar cómo la práctica etnográfica genera preguntas nuevas, y cómo se construye el trabajo de campo², a la vez que éste reconfigura las preguntas iniciales que la persona investigadora pretendía abordar, así como el modo de hacerlo. Aunque frecuentemente en los escritos se busca dilucidar el problema, aquí, por la naturaleza del caso, se reflexionará, y se generarán más preguntas, a la vez que se buscará responder algunos planteamientos del problema mismo.

Respecto al abordaje de estas reflexiones, se procedió a sistematizar los contenidos del texto Prácticas espaciales: el trabajo de campo, el viaje y la disciplina de la antropología de James Clifford (1999) para discutir a partir de mi experiencia etnográfica inicial en Piedras de Fuego, y de los supuestos del autor, acerca de cómo se construye el trabajo de campo etnográfico. Además, se tomarán en cuenta los textos de Gerald Berreman (1962), Rosana Gúber (s.f) y Rodríguez (2017), para entrever cómo las experiencias de otros autores han enfrentado la reconstrucción de los temas que previeron abordar. Mi lectura personal³, más la discusión en grupo de estos textos, constituye parte de lo aquí elaborado, siendo un producto de varios meses de constante re-pensar individual y colectivamente el cómo acercarme al paisaje cultural ferroviario de Turrialba.

¿Mi primer informante? En Piedras de Fuego de Las Ánimas

La experiencia etnográfica a la que me refiero aquí ocurrió el miércoles 5 de abril de 2017. Habiendo pernoctado en Turrialba por primera vez, la mañana de tal miércoles emprendí con David Mora, un geógrafo asistente de un proyecto de investigación anterior a este, un recorrido a pie desde el CATIE en Turrialba centro, hasta Peralta, a unos 17 kilómetros de distancia. El recorrido se realizó sobre la línea del ferrocarril, rastreando lo que queda de ella, y observando el actual paisaje cultural. La idea de llegar a Peralta era entablar conexión con don Beto, un señor mayor muy activo que vive en este pueblo, antigua estación del ferrocarril; una señora que también estaba hospedada en el CATIE me lo recomendó el martes, de modo que al día siguiente pretendí ir en su búsqueda.

Durante el recorrido estuvimos en diferentes localidades como el Verolis, el río Aquiares y Azul. A eso de las 11:00am. llegamos a un sitio definido por GoogleMaps como “Las Ánimas”, topónimo que luego corroboramos con algunos de los habitantes del lugar. Fue allí donde se desarrolló un intercambio de valor etnográfico que en el momento de lo ocurrido subvaloré, e incluso en el registro escrito que hice de lo sucedido. Transcribo textualmente de mi registro, cambiando solamente los nombres de los interlocutores:

«En dos kilómetros y medio, medidos con el GPS de David, solamente había de un lado laderas con algunos árboles y matorrales, y del otro, a veces fincas de más melina y a veces guindos que dan al Reventazón, y al cabo de los tres kilómetros una casa, y luego otra. La superficie plana, benévola para la construcción de viviendas, no tendría ni 15 metros limitados al norte por un paredón inestable en ascenso, y por el otro de un fuerte risco que termina en las suaves y estrechas llanuras del río Reventazón. Así, las dos casas de autoconstrucción, están incrustadas en la montaña, agarradas de ella no sé cómo.

Y con las casas, perros. Persiguieron a David, que estaba muy adelantado, y nos separaron. David me gritó: “estamos en el Alto Las Ánimas”. Muy curioso nombre para un lugar donde no vive ni un alma; tal vez por eso allí el hierro de la línea del tren aún permanece más o menos intacto.

Los perros molestaron hasta que apareció un niño en bicicleta.

[Emanuel] ¿Le dan miedo los perros?

[Yo] Son muy majaderos, ¿usted es de aquí? ¿me ayuda a pasar?

Emanuel tiene 10 años y estudia en la escuela de Azul, aquella que encontramos hacía unos tres kilómetros atrás. Después de ayudarme con los perros se fue en su bicicleta, y luego regresó para acompañarme. Caminaba a mi lado, halando la bici con las manos. Andaba en la pulpería, en El Veroliz, comprando cigarros para su papá. Muy vivaracho me interrogó:

[Emanuel] Ya se fueron los perros. Aquí no pasa mucha gente…
[
Yo] Eso veo, y tampoco viven muchos por aquí ¿verdad?
[E
manuel] No, sólo mi familia y otros de aquella casa (señalándome una a 50 metros de distancia) donde vive un amigo mío que juntos vamos a la escuela. ¿Y ustedes de dónde son?

[David] De San José, ¿conoce?
[
Emanuel] Sí, he ido a veces con mi papá
[Da
vid] Nosotros venimos de la universidad
[Em
anuel] Una vez vinieron unos muchachos de la universidad a mi escuela a enseñarnos inglés
[Davi
d] Nosotros andamos investigando sobre el tren
[Eman
uel] Yo los puedo llevar donde hay un vagón del tren en Piedras de Fuego
[Yo] ¿
Y queda muy lejos?

[Emanuel] No, aquí está cerca

Pronto llegamos; él en bicicleta, David y yo a pie, hablando acerca de estar conversando con un niño desconocido. Nos detuvo frente a una estructura particular. Parecía una estación de bus, con cuatro postes de hierro muy corroído y un techo apenas sostenido por remaches. Allá atrás está el vagón, nos dijo. Volví a ver a David, emocionado, como si hubiera dado con un tesoro. Voy a tirar una piedra para que oiga cómo suena el metal.

Y sonó. Se oyó una gran lata golpeada por la piedra, un sonido sordo en medio de la maraña de monte que cubre ese quién sabe qué. Dice Emanuel que es un vagón, y que la estación era una de las del ferrocarril. Él ha jugado con su amigo en el vagón, pero ahora el monte lo envolvió y es tan denso que no se puede acceder. Me advirtió de culebras, y asentí.

Pero hasta ahí llegaba la línea del tren. Emanuel me explicó por qué llaman a ese sitio Piedras de Fuego; los terrenos son tan inestables que frecuentemente se dan deslizamientos en la zona, de modo que muchas tierras han ido a dar ladera abajo, en el lecho del Reventazón, incluyendo los rieles que hacen falta entre Las Ánimas y Emanuel María, estación previa a Peralta. Imposible bajar a pie, además de peligroso.

Ya había pasado el mediodía, y no había dado con don Beto. Uno de los ríos más caudalosos de Costa Rica me lo impedía, además de unos siete kilómetros. Para aprovechar el día pregunté a Emanuel por su papá, y la posibilidad de que nos atendiera. Nos devolvimos, y don Filemón Solano Pereira, quien siempre me dijo su nombre completo, nos pasó a su casa, a la orilla de la línea del tren.

El hecho de que nos permitiera ingresar a su terreno me hizo pensar en que éste sería mi primer informante. Luego comprendí que no toda persona con la que me tope en el camino es un informante clave en sí mismo, o al menos no por un tiempo prolongado, como mis pretendidas historias de vida requieren. Filemón Solano vive en Las Ánimas, y es oriundo de Siquirres. Dados sus 53 años de edad, vivió su niñez en tiempos cuando el ferrocarril estaba activo.

Yo le puedo contar a usted un montón de historias mías y de mi papá de cuando el tren estaba funcionando. Caminamos mucho tiempo de Siquirres a Limón, de Limón a Pandora, de Pandora a Guápiles… Yo conozco todo eso que usted quiere investigar…

Sin embargo nos comentó poco de lo mucho que sabe de la zona. Más bien dedicó largo rato a enseñarnos su casa, emplazada en un punto perdido de la línea a Limón, en aparente tierra de nadie. La casa está rodeada de una cerca de alambres de púas sostenidos por estacas de viejos árboles, y varias plantas enredaderas que parecen darle sostén. De frente, la casa suma unos diez metros, y de fondo… casi no tiene fondo, porque pega con el paredón de atrás. Él vive allí con su joven esposa y con Emanuel.

Más grande que la construcción de latas es el gallinero. Mientras Filemón fue a buscar un documento en el interior de la casa, Emanuel nos mostró los tipos de pollos que tienen, y que son la base de la economía familiar: ni Filemón ni su esposa trabajan en algún sector formal, sino que mantienen intercambios de verduras con otros vecinos, a quienes a cambio les dan pollos. Tanto el piso del gallinero como el de la casa y los pocos espacios libres de suelo, rodeados de recovecos estrechos que llevan al baño fuera de la casa, todo es de barro, pues las sueltas tierras del paredón se humedecen con las aguas de abundantes nacientes que hay en el Alto Las Ánimas y en Piedras de Fuego.

Filemón llegó con sus papeles. Creo que la situación se dio debido a mi presentación como alguien de la Universidad de Costa Rica que está haciendo una investigación… Aquello que fue a buscar se trataba del título de propiedad de su terreno, si es que se le puede llamar así, con todas las de la ley. Algún vecino de apellido Rivera, un terrateniente, le vendió a Filemón el terreno en el que reside, terreno superpuesto al derecho de vía de la línea del tren que, aunque ya no se usa, pertenece al Incofer. Alega Filemón que él es propietario, levantando el papel que incluye su firma y la del señor Rivera, y agradeció nuestra visita casi mesiánica:

Qué bueno que ya estén trabajando por aquí los de la universidad. Vean, yo soy el dueño de este pedazo de tierra en el que vivo. Hay gente malintencionada que lo quiere sacar a uno de aquí, diciendo que no tenemos derecho de vivir aquí, pero los Rivera me vendieron y aquí está la prueba. Este es un problema de varios aquí, pero al gobierno no le interesa darnos una solución.

Vi de reojo a David, sin saber qué hacer. Aquello se me salió de las manos, porque no supe qué le dio a entender a Filemón que podríamos ayudarle con su reclamo de tierras. David heroicamente le hacía preguntas a Emanuel sobre los pollos y gallos, eludiendo el asunto, dejándome sólo con el conflicto.

[Filemón] Yo tengo ya veinte años de vivir aquí, y por antigüedad nadie me puede sacar. Ustedes entienden de esas cosas, y por dicha vinieron.
[Yo]
Sí don Filemón, pero nosotros no somos expertos en lo legal de los terrenos, sólo queremos conocer las vivencias de la gente relacionadas con el ferrocarril…

[Filemón] Sí, claro, y yo les voy a contar de cuando papá jalaba racimos de banano para cargarlos al tren, y de los burrocarriles, y cómo jugábamos en la línea antes de que pasara el tren. El tren ese fue muy importante, pero toda esta tierra está abandonada, y uno que se vino de Siquirres la aprovecha, y no sé qué ganan con querer sacarlo a uno.

[Yo] Las cosas legales son complicadas, pero creo que las tierras a orillas de la línea son del Estado…
[
Filemón] Al Estado no le importa nadie, porque ellos están fijos, en cambio uno está luchando para tener su casa, nada más eso…

¿Cómo explicarle que no andábamos haciendo trabajo social, y que el interés no estaba tanto en el presente, sino en la transformación cultural del paisaje? Él estaba embebido en su presente, y yo ansioso por escuchar de su pasado; estábamos hablando de dos cosas muy distintas.»

De este registro resalto los siguientes momentos: 1) el descubrimiento, para mí, de “un tesoro”, que en realidad no representa tanto para don Filemón, en comparación con su situación de residente en las márgenes de la línea férrea; 2) mi insistencia en pensar en don Beto mientras Filemón me hablaba, acción suya que me representaba una pérdida de tiempo (según mi estrecho tema de investigación); 3) mi consideración, en el momento de contacto con Filemón, acerca de lo que es un informante; y 4) el haber entendido un hecho etnográfico como un conflicto.

La condición de “informante” en el trabajo de campo

Analizo a continuación este registro etnográfico, a la luz de las experiencias de otros como Gerarld Berreman en los Himalaya, y la revisión que hace James Clifford sobre el trabajo de campo etnográfico; este apartado bien podría llamarse “El lamentopor lo desechado” en tanto ignoré las cualidades de don Filemón y su familia como informantes, rechazando sus vivencias del paisaje, como si no formaran parte de mi interés investigativo. Tomaré este momento etnográfico para reflexionar acerca del trabajo de campo como una construcción dada en la interacción con otros, y el trabajo de campo etnográfico en particular como resignificante de temas de investigación y las formas de abordarlos.

Quisiera iniciar la reflexión con algunos puntos desarrollados por James Clifford, tomando en cuenta la propuesta de Pierre Bordieu: la práctica de campo corporizada como un hábitus; el trabajo de campo etnográfico estaría en las prácticas adquiridas y aprehendidas dentro de un campus social específico. El hábitus disciplinario más tradicional ha dicho que el antropólogo debe aprender la lengua de los nativos, para internarse en la vida cotidiana y la convivencia, como si el antropólogo fuera un sujeto vacío, sin sexo, sin género… y otro más contemporáneo, considerando el trabajo de campo como un hábitus en el que las prácticas son corporizadas y el cuerpo es una herramienta que nos ayuda a aprehender y construir sentidos.

Ahora bien, para James Clifford (1999; 99), construir un hábitus de campo no significa que podamos ponernos en los pies del otro, sino que en nosotros ya opera un hábitus específico que difiere del de los otros. Se trata el trabajo de campo de comprender las formas de sentido que el otro da a las cosas. Al respecto, el autor, tras criticar las narrativas de viajes euroamericanos, propone hacer etnografía dentro de lugares de sentido; más que lograr el rapport, se trata de construcción de alianzas, de preguntarnos ¿qué podemos hacer el uno por el otro?

No está de más decir que mi hábitus como individuo y como investigador difiere del hábitus de don Filemón. Este primer momento del encuentro etnográfico conél –así como los subsiguientes-, serán tomados aquí como enseñanzas acerca de lo que podría haber hecho, y reflexionar en por qué no lo hice.

Mi infatuación con el pasado, con las memorias, me llevó a la insistencia de querer escuchar algo que Filemón puede decir, pero que no es prioritario dentro de su hábitus. Cuando Emanuel, su hijo, nos condujo a David y a mí hacia el vagón abandonado, ¿estaba respondiendo a sus prácticas habituales, o a las nuestras (¿mías?)? No quisiera entender las prácticas del hijo como reflejo de las del padre, pero parece que la cotidianidad de la familia está atravesada por la legalidad del terreno en el que viven; la búsqueda de los documentos que dan título de propiedad a Filemón constituyen parte importante de prácticas adquiridas dentro de su campus social, mismas que ignoré por imponer las mías. Estuve lejos de alcanzar rapport, y en palabras de James Clifford; tampoco hice intentos de construir alianzas.

¿Qué podemos hacer el uno por el otro? Responder a esta pregunta que en el fondo plantea Clifford, me lleva a aceptar que poca cosa quería yo hacer por “mis” informantes representados en Filemón; más bien buscaba que ellos hicieran algo por mí: “¿Cómo explicarle que no andábamos haciendo trabajo social, y que el interés no estaba tanto en el presente, sino en la transformación cultural del paisaje? Él estaba embebido en su presente, y yo ansioso por escuchar de su pasado; estábamos hablando de dos cosas muy distintas”. No se trataba del problema de ser identificado como asistente social y no como persona investigadora, sino ver la situación desde mi punto de vista pura y legítimamente investigativa, rehuyendo a una oportunidad para emprender la etnometodología.

Más que interpretar la realidad a partir de los significados que los individuos otorgan en este caso, al paisaje cultural, vi el momento como un problema. Esto quedó plasmado en el registro cuando Filemón veía nuestra visita como salvadora, mientras me demostraba sus derechos de habitar. Anoté: “David heroicamente le hacía preguntas a Emanuel sobre los pollos y gallos, eludiendo el asunto, dejándome sólo con el conflicto”. Fue un momento de angustia, con sentimientos de abandono y soledad por parte de mi compañero de campo. Gerald Berreman en “Detrás de muchas máscaras: etnografía y manejo de las impresiones en un pueblo del Himalaya” muestra el trabajo de campo como una experiencia humana inscrita dentro de una empresa científica que no debe esconder las relaciones, resultados y elecciones que no siempre siguieron los deseos del etnógrafo (1962; 3).

Dice Berreman que reflexionar acerca de lo inesperado y desalentador, la sensación del problema enfrentado en la soledad en mi caso, puede ser instructivo. Respecto a la presentación que David hizo de buenas a primeras como “investigadores de la Universidad”, recuerda que darse a conocer al grupo social –o en este caso a sujetos particulares- implica interacciones, interpretaciones e impresiones surgidas por la observación y las interferencias ocurridas en el trabajo de campo. Ante esto: ¿qué posición tenemos como etnógrafos, y en general como personas investigadoras ante las personas con las que trabajamos? Podemos ocupar varias posiciones respecto del grupo, pero no nos identificarán con algo ajeno a ellos.

A Berreman se le interpretó como misionero, como agente del gobierno por sus intereses en agricultura, y como recluta de militares jóvenes; lo analiza él como momentos de cuestionamiento dentro del contacto con los informantes, que en ocasiones requieren de una justificación para irrumpir en su cotidianidad. Él lo intentó alegando la necesidad de un mayor conocimiento de los paharis para logar un mejor desarrollo de India. Yo rehuí de mostrar alguna utilidad, viendo la interpretación que Filemón hizo de mí, interpretándola más bien como un problema. Aquí hay algún paralelo con el “¡Ayúdeme mae!” interpelado a Rodríguez (2017; 8), tras haber sido interpretado como asistencialista del IAFA, o algo por el estilo.

Insistiendo en el trabajo de campo como una construcción dada por las interacciones, Rosana Gúber (s.f.) acuña que esta empresa se da en un conocimiento reflexivo de la realidad social, producto de los encuentros entre investigador y sujetos de estudio. Esta etnógrafa promueve el evidenciar ciertas vicisitudes del trabajo de campo y reflexionar acerca de ellas para, más que dar legitimidad al autor, dar cuenta de la realidad que se estudia. Dentro del paisaje cultural ferroviario –sí construido sociohistóricamente como pretendo abordarlo-, existen relaciones, de las que personas como Filemón, en su habitación sobre la línea hoy sin funciones de transporte, lidian con la realidad social del residir del presente, por sobre el rememorar del pasado.

¿Y qué hacer con las “vicisitudes” que Gúber recomienda analizar? En su texto, plantea diversas soluciones: seguir trabajando con quienes quieran colaborar (Filemón estaba dispuesto a colaborar, dentro de su hábitus, el cual no estuve dispuesto a compartir), o cambiar de tema, o mudarse de localidad. Según Gúber todas estas opciones ocultan lo incómodo y fortalecen el mito fundacional del campo como simulacro de convivencia.

Yo, después de este episodio con Filemón y sus demandas de colaboración sobre la irregularidad de la vivienda, opté por cambiar de tema y mudarme de localidad. No sólo varié mi locus, sino también el tema; hui hacia Escazú, para estudiar efectos de gentrificación, dejando atrás el paisaje cultural de Turrialba, tratando de olvidar e invisibilizar el “problema” de Filemón, aunque esa es materia para otro escrito. Hoy lo expongo, y gracias a esta reflexión aprendo de ello, de la etnografía, y de mí mismo. Memorandum: el investigador en Geografía o, en general de Ciencias Sociales, debe hacerse notar como alguien necesario, ya que de por sí va a ser interpretado por los otros, y nunca, o casi nunca, como geógrafo o etnógrafo. Estas interpretaciones que forman parte del ingreso al campo, no siempre están acompañadas de “leyendas extraordinarias de rapport”, al decir de Clifford.

Finalmente, tomando, por otra parte, ideas de Michel de Certeau acerca de la práctica cotidiana del espacio, J. Clifford (1999) acota que el campo no es una construcción dada, sino que se genera en la interacción con los otros, contrastando su posición con la tradicional de Malinowski que propugnaba que su campo estaba en Trobriand, independientemente de él. James Clifford critica estas ideas acerca del campo, sí aceptando que es un rasgo central en la práctica etnográfica,pero poniendo en duda de que se trate de un encuentro intenso, tan cercano en el espacio-tiempo de los informantes que deba ser ininterrumpido, tal como lograron hacerlo Malinowski, Mead y Pritchard, por ejemplo. Seguir esquemáticamente las propuestas metodológicas de estos autores nos haría aceptar que no hay etnografía sin trabajo de campo con estas características de la carpa malinowskiana de residencia profunda.

Abocarnos exclusivamente a esta idea de trabajo de campo, dice Clifford, limita la posibilidad de otras formas de hacer etnografía, y sobre todo, una etnografía contextualizada en el ámbito latinoamericano, en el que las condiciones institucionales y presupuestarias no son las mismas que las de investigaciones cualitativas del norte, como en las que los clásicos fungieron, con estadía profunda en el área de estudio. Al respecto, la propuesta de Rosaldo de “frecuentación profunda” sería una alternativa al campo permanente y profundo de la carpa de Malinowski. James Clifford refiere a estas ideas sobre cómo comprender el trabajo de campo, para introducir la cuestión de que la construcción de un dato es muy compleja, tomando en cuenta que la realidad es mucho más compleja de lo que el dato pueda decir acerca de esa realidad. Si el trabajo de campo no está anclado a un lugar, sino que es multilocal, móvil, de construcción en las interacciones, no es fácil una analítica sencilla bajo estos términos de “trabajo de campo etnográfico”, pues la construcción del dato no responde sólo a una interacción aislada.

Hay multiplicidad de lógicas que intervienen en las vivencias de los sujetos. Así, el campo se trata entonces de seguir la lógica a partir de la cual se conjuntan las prácticas de los individuos: el trabajo de campo etnográfico no se trata del estudio de los sujetos, sino de dar cuenta de las interacciones que dan sentido a la realidad. Ante estos supuestos, cabe preguntarse ¿quién es un informante en la construcción del “campo”? Para mí, en los intrincados caminos de la línea férrea, don Beto, extrabajador de la Costa Rica Railway Co. era un informante, Filemón no.

En cuanto él desvió el tema de la memoria del ferrocarril a la de su casa, empecé a pensar en don Beto, y los kilómetros, los ríos y las horas de camino que me apartaban de él, mientras Filemón me estaba hablando de una parte de la realidad del paisaje cultural ferroviario que quizá Beto no me revelaría y que, hoy me doy cuenta, yo no quería ver: “Yo le puedo contar a usted un montón de historias mías y de mi papá de cuando el tren estaba funcionando. Caminamos mucho tiempo de Siquirres a Limón, de Limón a Pandora, de Pandora a Guápiles… Yo conozco todo eso que usted quiere investigar…”

Y no nos contó nada de eso, más bien se dedicó a mostrarnos su casa por dentro y por fuera, la disposición de sus divisiones, en fin, a abrirnos una parte de su vida; a informarnos sobre el paisaje, y yo no lo vi.

El poder resignificante del trabajo de campo etnográfico

Lo que queremos investigar y los modos que planeamos para aproximarnos a la realidad por un lado, y la realidad misma, junto con las formas de comprenderla por parte de sus actores por el otro: esos dos ámbitos son los que se topan en el trabajo de campo. La práctica etnográfica genera nuevas interrogantes, y tiene un poder sugerente acerca de cómo se va construyendo el trabajo de campo, a la vez que el objeto de estudio va tomando sentido en función de las formas como las personas comprenden la realidad; en este caso, qué significados asignan al paisaje cultural.

En la investigación geográfica, problematizar acerca del cómo se obtuvo la información, los aciertos y complicaciones, así como las elecciones sobre qué tomar y qué desechar, ayudan a comprender este campo de estudio como uno que no tiene problemas de investigación escritos sobre piedra, sino que deben repensarse precisamente desde el campo, por sobre del constructo teórico o del hábitus de la persona investigadora. Sea llamada etnometodología, rapport, construcción de alianzas, o de otra forma, lo cierto es que el trabajo de campo etnográfico incluye una serie de procedimientos que nos sobrepasan, en tanto persiguen analizar, no desde nuestros presupuestos, sino del de los otros, sean estos lejanos o cercanos culturalmente.

Creo que nadie es informante en sí mismo, por naturaleza. Así como el trabajo de campo no está anclado a un lugar particular, sino que es un constructo dado por interrelaciones, el informante mismo parece responder a la misma lógica; se es informante en tanto se le interpela acerca de algo. Aquí se toma como pretexto el paisaje cultural ferroviario, lo cual ayuda a ejemplificar que, allí donde menos lo esperamos, podría haber un potencial informante.

En suma, la persona geógrafa abocada a la empresa etnográfica, o en general al trabajo de campo bajo un paradigma cualitativo, debe aventurarse siempre a repensar su geografía, sus métodos, y la forma en la que comprende al objeto y a los sujetos de investigación. Dentro de esta comprensión, a estudiantes que plantean un proyecto de investigación como su Trabajo Final de Graduación, se les quitará un carga de encima si desean ahondar en metodologías cualitativas, pues sabrán que el objeto de estudio y el problema mismo de la investigación, están sujetos a cambios, al hacer trabajo de campo; ¡y la amplitud de la Geografía humana lo permite, lo desea y lo reclama para ser más humana y menos mecánica!, sin que se reste rigurosidad al proceso. Considerar la reflexividad del trabajo de campo etnográfico, es una ventana para aproximarnos a ese otro mundo; a esa otra Geografía.

¹ Una fuerte herencia positivista nos ha hecho creer que en toda Geografía debemos proceder con neutralidad científica, especialmente en el planteamiento de un proyecto de investigación. Bajo este paradigma, si se realiza trabajo de campo previo, será para contextualizar datos que fortalezcan el problema de estudio. Pretender replicar esto en investigaciones cualitativas, más cercanas al sujeto, es un error común en jóvenes investigadores formados bajo parámetros positivistas y cuantitativistas; los resultados de tales procesos no superarán los etno y sociocentrismos de la persona investigadora, pues estarán carentes de reflexividad.

² Damos por hecho que el trabajo de campo se desarrolla en el tiempo en que estamos en el área de estudio, trabajando con los sujetos de investigación. Una vez vueltos a casa, o al escritorio de la oficina, imaginamos que el trabajo de campo concluyó; y que lo retomaremos en otro viaje hacia la otredad que implica el área de estudio. Sin embargo, en este escrito parto de la premisa de que el trabajo de campo trasciende el tiempo y el espacio que implica la estadía en el área de estudio. El trabajo de campo de construye, al igual que el dato cualitativo.

³ Un análisis desde la reflexividad permite que la persona investigadora, como sujeto, escriba en primera persona del singular, cosa que bajo la perspectiva positivista se debe evitar si perseguimos validez de los resultados. La validez en investigaciones cualitativas sigue otros parámetros, y la reflexividad, al poner de manifiesto el contexto de la persona investigadora, indaga en el sujeto cognoscente, no solamente en el objeto por conocer.

Bibliografía Referenciada

Berreman, Gerald (1962). “Detrás de muchas máscaras: etnografía y manejo de las impresiones en un pueblo del Himalaya”. En: Monograph №4. Society for Applied Anthropology.

Clifford, James (1999). “Prácticas espaciales: el trabajo de campo, el viaje y la disciplina de la antropología”. En: Itinerarios transculturales. España: Gedisa.

Gúber, Rosana (s.f.). Antropólogos nativos en la Argentina. Análisis reflexivo de un incidente de campo. (S.R.)

Rodríguez, Onésimo (2017). Y nosotros, ¿qué ganamos?. Identificaciones en el trabajo de campo etnográfico con cuadrillas juveniles de barrio en Costa Rica. (Inédito).

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